miércoles, 6 de julio de 2011

Locos de medianoche

Locos de medianoche


I


No recuerdo aquellos sucesos pasados demasiado bien, quizá por que el alcohol borró parte de ellos de mis recuerdos…o quizá porque esta es una historia aburrida que realmente ni mi cabeza se molestó en almacenar. Sea una cosa o la otra hoy siento la necesidad de dejarla plasmada para que algún ingrato en un futuro la lea y al igual que yo en aquel tiempo, saque sus conclusiones.

En Aquel tiempo yo era joven, tenía unos orgullosos veintidós años cumplidos, y debido a que provengo de una adinerada familia tenía mucho tiempo libre… —No pueden imaginar hasta que punto— cosa de la que ahora me avergüenzo, pero esa es otra historia supongo, no voy a aburriros con mi juventud, no todavía.

Recuerdo bien la hora, eran las doce y doce minutos, estaba aburrido en uno de aquellos antiguos bares donde todos conocían a todos, y donde podía perfectamente entablar una conversación con el camarero de turno por que prácticamente de niños os habíais pelado las rodillas juntos haciendo las mismas travesuras.

Aquel día era un 24 de diciembre, y por aquellas fechas las familias hacían vida en el hogar, no como ahora, por lo que el bar estaba vació, y de hecho debería estar cerrado. ¿Qué hacía yo allí?... Bueno, digamos que tuve el capricho de querer trabajar, y mi amigo me había cedido las llaves de su pequeño  local para que lo abriera aquel día, realmente se rió de mí y me dijo que tendría suerte si un gato callejero entraba por error allí aquel día.

Es curioso como en aquel tiempo aquel capricho había derivado de una absurda discusión con mis padres, no recuerdo el motivo, el caso es que aquel día dije que no iría a casa, y bueno…a la vista está que no fui.

Eso no son los hechos importantes de estos. Como decía recuerdo bien la hora, a las doce y doce minutos un desdichado hombre con abrigo de pana marrón y unos desgastados pantalones vaqueros entró en el bar. Se sentó en la barra y en silencio me señaló una botella de güisqui. No logré verle la cara, había entrado cabizbajo, arrastrando los pies, frotándose nerviosamente las manos, creí en un principio que por el frió, luego descubrí que le temblaban, pero no pregunté, no había visto aquel hombre nunca, y además era mi primer y único cliente.

—Buenas noches —dije entusiasta mientras llenaba el vaso  frente a él.

No hubo respuesta, ni siquiera alzó la cabeza, sacó un billete de diez mil pesetas y prácticamente arrancó el vaso de mis manos bebiéndolo de un trago.

No recuerdo que pensé exactamente en aquel entonces, pero seguramente igual que ahora haciendo memoria aquel tipo era sumamente extraño. Quizá llegara a pensar que era mudo, porque hasta cinco veces me señaló la botella para que le rellenara el vaso antes de decir una sola palabra, y cuando habló me dejó desencajado.

—¿Qué piensa usted de los asesinos, joven?

En un primer momento no contesté, bueno de hecho tarde minutos en hacerlo, tuve que pasar por un proceso largo para asimilar esa sencilla pregunta.

—Supongo que lo que todos…que deben estar entre rejas.

No se que murmuró en ese momento para si, pero me puso los pelos de punta y mis nervios hicieron que quisiera continuar aquella conversación.

—¿Qué es lo que piensa usted?

Rió a carcajadas y alzó la cabeza por primera para mirarle permitiéndome que viera su rostro, estaba surcado de unas profundas arrugas, que resaltaban aquella mandíbula cuadrada, tenía los labios morados, posiblemente por el frió, y sus cejas estaban unidas por un espeso vello negro en el entrecejo que malamente el hombre ocultaba con su flequillo, sus ojos, de un verde claro, parecían calculadores, fríos, no olvidaré aquella extraña expresión que puso al reír.

—Supongo que lo que todos —contestó con burla y desprecio— ¿No deberías estar con tu familia celebrando la Noche Buena? O más bien en la cama —volvió a reír, sin lugar a dudas el alcohol ingerido ya le había hecho efecto.

—Al igual que usted —respondí molesto ante la burla en su voz.

—Esta noche, ya no tengo familia…

—¿A que se refiere usted?

—Han muerto hoy.

Me dejó pasmado la tranquilidad que utilizó al hablar, no me parecía lógico. Comenzaba a asustarme, y no se me ocurrió otra cosa que beber para darme valor, algo absurdo.

—Lo siento mucho, caballero. Debe estar usted muy apenado.

De nuevo se rió, cada vez parecía divertirse más.

—Para nada, joven, para nada. Yo los maté. ¡Con estas manos! —las alzó ante mi para que las viera mientras decía aquella última frase.

Un escalofrío recorrió mi espina dorsal, no pude más que tomarme otro güisqui.

—¿Acaso usted está burlándose de mi?

—Sin duda, sí, pero también le estoy confesando mi crimen.

Exaltado di un golpe sobre la barra.

—¿¡Se da cuenta usted de que eso es un delito!?

—Por supuesto, y ahora usted pensará que debería estar entre rejas y no bebiendo aquí tranquilamente.

—Voy a llamar a la policía.

—Le mataré si lo hace.

No se que me asustaba más en ese momento, la tranquilidad con la que seguía hablando o la espeluznante conversación en si que estaba teniendo lugar, me arrepentí mucho en ese momento de haber querido trabajar.

No pude más que guardar la calma mientras miraba a mí alrededor buscando algo con lo que defenderme en caso de que aquel hombre se lanzara a por mí. No podía quejarme, había cuchillos, toscos taburetes de madera de roble tapizados en terciopelo negro, botellas y muchas cosas que podía arrojarle, o que creía poder lanzar ya que mis fuerzas por aquel entonces eran limitadas y mi musculatura enclenque. Respiré hondo y trate de mantener de todos modos la situación como estaba.

—¿Por qué me cuenta esto a mí?

—Eres el único pelagatos que hoy tiene el bar abierto a las doce el día de noche buena. ¿Cómo se te ocurrió abrir tal día?

—Sigamos con su tema…

—¿Acaso quieres oír mi historia?

—Tal vez…usted es el único pelagatos que ha entrado en el bar en todo el día.


Volvió a reír y se deshizo del abrigo de pana, la camisa entera estaba teñida de sangre y tenía un pequeño revolver en el bolsillo que había situado al lado izquierdo de la misma que tiraba de la tela hacia abajo haciendo que se pegara más a su piel mientras se secaba.

Aquello me provocó una nausea, en cuanto se deshizo del abrigo el metálico olor de la sangre había llegado hasta las aletas de mi nariz revolviéndome.

—¿Por dónde quieres que empiece?

Me llevé una mano a la boca y nariz intentando esquivar aquel olor, que no era en parte otro olor que el de la muerte, fue inútil.

—Por el principio…por donde si no.

Tomé asiento, aquella noche iba a ser muy larga. 

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